No fue una noche muy distinta a ésta.
Y claro, Barcelona, la canalla,
rodaba a su ritmo habitual, con
la misma complicidad ausente
de quienes prometen
que no te van a pedir nada.
Ya, ya sé,no es habitual, pero
hay días –y noches, más que nada-
en que a la vuelta del trabajo
y a la vuelta de la esquina –más que nada-
te espera la Gracia –que no es virtud cualquiera-
con su insufrible olor agreste y arrabal,
para avivarte, carbonilla, avivarte
con la lentitud de una consciencia
detenida en la luz de una luciérnaga
o el abrazo, lo sé, que no diste tu tampoco.
Suelen, estas noches, pasar inadvertidas.
Más de repente, se afianzan.
Con la presencia indiscutida
del rayo; lo mismo
que un respirar tras la carrera.
Y entonces, niña hermosa, todo
es nada
si tu cabeza no descansa
sobre mi brazo desleal.
Suelen, estas noches, no avisar.
Se presentan de improviso.
Aún, entre Aragón y la Gran Vía,
las manos al volante y las luces circundantes
saeteando el interior
con la misma indiferencia que una nota
incumplida en la agenda de trabajo.
Luego, aún, calle abajo,
en Muntaner, adolescentes
aupados en avispas sin retrovisor
revolotearán alrededor
y se lanzarán
hacia el mar y el teleféric.
Y ya en breve, sus ansias,
-las perneras remangadas y los pies
bailando el agua- serán benévolamente apaciguadas,
mientras tu,
niña diosa,
descansarás sobre mi brazo desleal.
Y es que no avisan, las noches gráciles.
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